El árbol de Rockefeller marca la Navidad en Nueva York y revive una tradición que trasciende el tiempo
Cada diciembre, cuando las primeras luces de la ciudad comienzan a titilar, una figura se levanta sobre el hielo de la pista de patinaje en Midtown Manhattan para anunciar que la Navidad ha llegado: el inmenso árbol situado en el Rockefeller Center. Ese árbol de Rockefeller no es solo un árbol de Navidad; es un símbolo que conecta generaciones, ciudades, esperanzas y magia colectiva. Al contemplarlo, no vemos solo ramas y luces: vemos historia, tradición y el deseo humano de reunirse.
La tradición comenzó hace casi un siglo, en 1931, cuando trabajadores de la construcción del Rockefeller Center se reunieron para alzar un abeto como un gesto de celebración en plena crisis económica. A partir de 1933, la ceremonia de iluminación se institucionalizó y desde entonces cada año el árbol de Rockefeller se ha convertido en un punto de encuentro universal.
Pero ¿qué convierte a este árbol en mucho más que decoración festiva? En primer lugar, su escala: los ejemplares típicos son abetos noruegos de más de 70 pies de altura, de hasta 11 toneladas de peso, y se transportan con rigurosa logística hasta su ubicación en 30 Rockefeller Plaza. El proceso de selección es tanto artístico como técnico: el jardinero jefe del centro revisa cada año los posibles candidatos, buscando esa forma perfecta, esa presencia que provoque una sonrisa instantánea en quien la ve.
Al subir al pedestal glaciar de Manhattan, el árbol se cubre con más de 50 000 luces LED multicolores, y en lo más alto se coloca una estrella gigantesca de cristal Swarovski —900 libras de brillo, millones de destellos— que corona la estructura. Cada elemento está diseñado para la emoción colectiva, para provocar un “oooh” sincronizado, para transformar el asfalto urbano en un bosque de ensueño.
Para nosotros, que vivimos lejos de Nueva York, la imagen del árbol de Rockefeller funciona como puerta imaginaria hacia otro estado de ánimo. Esa luz grande en plena ciudad nos recuerda que la Navidad no depende solo del intercambio de regalos, sino del ritual de detenerse, de mirar hacia arriba, de compartir un momento silencioso con miles de desconocidos. Esa pausa urbana adquiere valor porque ocurre en un lugar que es visible desde el mundo entero, un escenario donde la gente deja de ser transeúnte para convertirse en espectador de algo mayor.
La inclusión de la pista de hielo bajo el árbol solo refuerza esa sensación: padres que empujan hijos, parejas que se deslizan tomados de la mano, turistas que alzan el celular para capturar la escena. El árbol de Rockefeller no solo está iluminado; está habitado por la emoción humana, los ingredientes del recuerdo. Y cada año revive esa emoción con la misma eventualidad: es la certeza de que algo va a cambiar, que se encenderá y que nos unirá aunque sea por unos segundos bajo sus ramas.
La tradición también contiene una paradoja elegante: en una ciudad frenética, desbordada de estímulos, el árbol impone quietud. Sus ramas no hablan, sus luces no gritan, su estrella solo brilla. Pero esa constelación silenciosa se convierte en llama colectiva. Y nosotros, miramos hacia arriba. Esa elección de mirar hacia arriba tiene un peso psicológico poderoso: al alzar la vista, abandonamos el ritmo cotidiano, aceptamos que hay algo más que el día a día. En ese instante, el árbol de Rockefeller somos todos.
Otra dimensión interesante es la transformación del árbol una vez que la temporada termina. Cada ejemplar es reciclado: su leño se convierte en madera útil para iniciativas sociales como la construcción de viviendas con Habitat for Humanity.
Es como si la celebración no terminara con las luces apagadas, sino que continuara en hogares que no vieron jamás la plaza iluminada pero que sienten su rastro. De esta forma, el acto simbólico se vuelve también acción tangible.
Para quienes transmitimos por radio, este ritual tiene un valor inmenso. Porque detrás del árbol de Rockefeller está la idea de comunidad: millones de personas que comparten un momento, aunque estén lejos, aunque no alcancen esa plaza. Y nosotros, desde la emisora, podemos llevar ese momento a la cabina, al micrófono, a quienes escuchan a la distancia. Podemos invitar a viajar sin moverse, a suspender el resto del mundo por un minuto y mirar hacia arriba.
Además, en un mundo donde todo parece digital, efímero y consumible, el árbol de Rockefeller sostiene algo duradero: el ritual. La ceremonia de encendido, el aplauso colectivo, el crujir del hielo bajo los patines, las luces que titilan al caer la noche. Esa repetición anual funciona como ancla emocional en nuestras vidas. Cuando escuchamos que la iluminación será el miércoles después de Acción de Gracias, algo se reaviva dentro: la esperanza de que la rutina se detenga, que el frío se vuelva acogedor, que la ciudad se transforme.
Finalmente, pensar en el árbol de Rockefeller es pensar en las ramas que nos sostienen: las de la alegría, las de la memoria, las de la conexión humana. En cada luz vemos un deseo, en cada estrella colgada un testimonio de que seguimos creyendo en algo mayor. Y cuando ese abeto gigante se ilumina, somos invitados a mirar hacia arriba —y quizá, hacia nosotros mismos— recordando que aunque el mundo cambie, hay rituales que perduran.
Fuentes: AP News, The Center Magazine, Parade, NBC Insider

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